Adjuntamos a Ustedes columna de opinión del historiador, periodista y diplomático uruguayo Álvaro Diez De Medina publicada en “El Observador” el día de hoy.
Entrevistado por un programa televisivo, el senador Jorge Larrañaga ha formulado declaraciones que tienen, desde que las hiciera, en vilo al mundillo político.
“La oposición”, aseguró el senador nacionalista, “no está pronta para gobernar… tenemos que hacer un enorme esfuerzo, desde ahora: no es suficiente que el Partido (Nacional) pueda estarlo”.
Como toda afirmación polémica, ésta ha despertado dos frentes: el de los nacionalistas que, enfurecidos por lo que muchos ven como un cuestionamiento de la vocación gubernamental del primer partido de la oposición, piden ahora el silencio o el retiro del conductor de Alianza Nacional, y el de los patéticos pescadores oficialistas en aguas revueltas que, como es el caso de la senadora Mónica Xavier, berrean alborozados desde la tribuna: “¡te lo dije, te lo dije!”
No nos detengamos en estos últimos: son voces de un régimen en sórdido eclipse, yermo en ideas, torpe en procederes, ridículo en su insistencia por presentar como éxitos sus rotundos fracasos.
Pongamos, pues, el foco en los primeros. El senador Luis Lacalle, por lo pronto, pareció responder a su colega al proclamar, en un discurso que “es mentira (sic) que el Partido Nacional tiene vocación de oposición: tiene vocación de gobierno, aún en el rol de la oposición”.
Solo que, al usar este giro, y en la hipótesis que el mismo buscara ser una respuesta a Larrañaga, no habría dado respuesta al planteo de fondo de su colega: el reconocimiento de la apabullante realidad que significa el que todas las fuerzas de oposición necesitan plantear un programa común, que asegure a los ciudadanos que el fin electoral del régimen que ya ha fenecido implicará, de una buena vez, la puesta en práctica de imprescindibles reformas que les aseguren la posibilidad de revertir los efectos de una larga década de destrucción baldía.
El senador Larrañaga debe, pues, ser encomiado por el hecho de huir de la rutina discursiva en que suele caer la oposición, meramente consistente en pedirnos a los ciudadanos un acto de fe: que otros serán más capaces a la hora de gestionar un sistema premeditadamente enfermo, diseñado para destruir competitividad, crecimiento, oportunidades, empresas y empleos.
Si algo he hecho en esta página es clamar contra esa peligrosa trampa. La de mentir a la ciudadanía, por el camino de presentarle el espejo de colores de una “social-democracia” que proclame que ella sí puede multiplicar los panes y los peces que el frenteamplismo ha hecho desaparecer. O la del mesianismo gerencial, que le asegura que, con un buen gestor, el inviable dinosaurio colectivista que entre todos hemos construído puede mutar en una nave espacial.
Contra todo diagnóstico del bosque de expertos, politólogos y comunicadores en los que este país ha devenido, Uruguay está hoy, como lo ha estado siempre, preparado para recibir un diagnóstico honesto de sus males.
Si algo debemos agradecer al frenteamplismo es el hecho de que, en su furor advenedizo, hubiera apurado hasta el extremo los caminos ciegos que el país había elegido para suicidarse: el impulso regulatorio, el gigantismo estatista, la coyunda tributaria, una mediocre epopeya cultural de paniaguados públicos.
Hoy ya sabemos qué hay por delante, de persistir en este impulso: la nada.
La oposición deberá, pues, más temprano que tarde, aplicarse a considerar las reformas liberales que el país pide a gritos.
La drástica reducción de su aparato estatal, tanto en órganos, como en cometidos, funcionarios, remuneraciones y objetivos. El sinceramiento financiero de sus empresas, fondos, bancos y sociedades públicas en base al solo criterio de su sustentabilidad. El desmantelamiento de todos los programas de subsidio abierto o encubierto. La privatización de las pocas actividades que el sector privado pueda considerar de interés, y en el marco de un ceñido programa de inversiones en lo indispensable de nuestra necesidad de infraestructura. El desmantelamiento del poder político de la corporación sindical. La apertura unilateral de la economía, un programa de drástica reducción de la carga tributaria, y la rápida implantación de un programa de capacitación nacional que detenga la planificada hemorragia educativa impulsada por el Frente Amplio desde el gobierno.
Y podríamos seguir.
Por estos días nos hemos desayunado que, mientras Uruguay festeja imaginarias conquistas de “derechos sociales”, muchos inversores han mudado sus petates a Paraguay, llevándose con ellos empleos, técnicas, futuro. Como aletargados taxistas atropellados por la llegada de Uber, descubrimos que los cantos de sirena frenteamplistas nos han dejado desnudos, ignorantes y humillados en la carrera que otras sociedades, más ágiles, mejor dispuestas, libran por generar inversión y empleo para sus jóvenes.
¿Está preparada la oposición para esta tarea? No.
¿Está preparado el principal partido de la oposición para esta tarea? Tampoco.
¿Y cómo lo sabemos? Pues porque la enorme dimensión del desafío que el país enfrenta implica un igualmente enorme compromiso de todas las fuerzas que aspiran a dejar atrás este negro capítulo de nuestra historia nacional, a fin de acordar un programa mínimo de reformas, darle al mismo un igualmente mínimo sustento técnico, y preparar, desde hoy mismo, el aterrizaje comunicacional que se requiera a fin de que los ciudadanos lo consideren pertinente y digno de los sacrificios que, inevitablemente, entrañará.
“Cuando se busca ser popular”, aseguraba Margaret Thatcher, “hay que estar preparado para comprometerse con cualquier cosa, en cualquier momento. Así, no se consigue nada”.
La oposición dispone, por cierto, de calificados recursos humanos y, a medida en que llegue su tiempo, dispondrá de más: eso no está, como parecieran pensarlo algunos dirigentes nacionalistas la pasada semana, en disputa. De lo que no dispone hoy, sin embargo, es de un claro y verosímil mapa de ruta, o de esa terca honestidad con la que la que le pueda asegurar a la opinión ciudadana que se puede conseguir todo.
Jorge Larrañaga ha puesto, según quiero creer, este gato arriba de la mesa.
Y solo por ello merece nuestra atención y respeto, y no la pedrea inconducente.