Los grandes hombres no provienen del pasado sino del porvenir. Wilson pertenece al futuro de nuestro país. El Uruguay que soñó alguna vez todavía nos aguarda. Nuestra deuda con él no es una deuda con el pasado sino una deuda con el porvenir.
Wilson fue un hombre de su tiempo. Supo asumir el desafío más difícil de cualquier político: el de ser contemporáneo. Ser contemporáneo le permitió entender lo que realmente necesitaba el país en su momento. Supo interpretar y poner en práctica los sueños, aspiraciones, necesidades y urgencias de millones de uruguayos. Era un hombre de gestión pero sabía que había algo más importante que la gestión: los valores que informan las decisiones de gestión. Si los valores que guían la gestión no son los adecuados entonces todo el esfuerzo no vale la pena.
Wilson sabía que las naciones que progresan son aquellas que renuevan permanentemente el repertorio de sus problemas mientras que las naciones conservadoras y retrógradas son aquellas que repiten incansablemente formulas que han fracasado. No se trata de no tener problemas sino de la forma en que nos relacionamos con los problemas. Y esa forma puede ser eficiente pero si la eficiencia no viene acompañada de la Ética entonces no sirve. La eficiencia sin ética no enaltece al ser humano, por el contario, lo degrada. La eficiencia sin ética es ciega pero la ética sin eficiencia es vacía. La gestión tiene que dar respuesta a los problemas y urgencias de la gente.
Wilson lo sabía y por eso se convirtió, él mismo, en uno de los hombres de gestión más importantes de su tiempo, diseñando políticas de Estado, instrumentos y organismos que constituyen hasta hoy una parte invaluable del acervo institucional del país.
Wilson sabía que no había nación sin ciudadanos. Que la fragmentación conduce al individualismo y al corporativismo y que es el caldo de cultivo para que esos mismos individuos se conviertan en “masa”. Solo la interdependencia construye ciudadanía. Cuando nos dijo que el Uruguay era una “comunidad espiritual” resumió perfectamente en esa frase su sentido republicano. No hay comunidad espiritual sin ciudadanos con espíritu crítico. Su lucha en contra de cualquier forma de totalitarismo reposaba en su convicción profunda de que el totalitarismo deshumaniza. El totalitarismo nos deshumaniza porque supone entregar nuestra libertad a un líder mesiánico, hipotecar nuestra autonomía y claudicar de nuestro espíritu crítico, supone dejar de ser ciudadanos que piensan para convertirnos en súbditos que obedecen. Wilson fue enemigo acérrimo del militarismo y del populismo. Ambos quiebran el orden republicano. El militarismo nos reprime (es una fuga hacia el pasado) el populismo nos seduce (es una fuga hacia el futuro), el primero mata el cuerpo el segundo el espíritu, en ambos casos, se anula a la persona. Ambos generan la ilusión perversa de que siendo subordinados podemos ser libres.
Wilson sabía que la prosperidad de los populismos y del militarismo es directamente proporcional a nuestra fragilidad republicana. Que la división de poderes está construida bajo una sospecha básica: la sospecha de que cada poder no tolera el límite y quiere serlo todo. Que la única solución a semejante tentación es la contención recíproca. Que el límite último es la Constitución. Que no puede construirse la Justicia Social si se deja de lado a la Constitución. Que la Carta es el Orden que nos hemos dado para convivir. Y si ese orden se quiebra o se subvierte es una tragedia para todos.
Wilson sabía que el Partido que gana la elección tiene el poder pero no la verdad. Que la verdad se construye “políticamente” (deliberativamente) entre todos y se expresa a través de la ley – que no es otra cosa que el resultado de ese consenso -.
Wilson conocía como pocos el valor de lo “imprescindible”. Por eso nunca midió costos políticos. Nunca le importó si algo era posible o imposible si tenía la convicción de que era imprescindible. Wilson sabía que era imprescindible pacificar el país, que la única forma de justicia es el respeto a la ley, que el poder debe ser puesto al servicio de la ley y no la ley al servicio del poder, que no hay futuro si no educamos a nuestra gente, que no hay crecimiento sin inversión, que no hay comercio sin integración, que no hay desarrollo nacional sin desarrollo integral y que no hay desarrollo integral sin desarrollo del interior – por eso la descentralización siempre será un imperativo -.
Wilson sabía que en una elección no se disputa el Poder sino una concepción del Poder (un proyecto país) por eso siempre nos advertía que “no se trata de ganar sino de que valga la pena”.
Wilson conocía la importancia del Centro. Aquel inolvidable pensamiento de que “nosotros no estamos a la izquierda ni a la derecha de nada, nosotros somos blancos” resume perfectamente su manera de pensar y de sentir. Pero sobre todo revela su opción por la república. Wilson sabía que el factor común entre la centro-izquierda y la centro-derecha, es el Centro. Y ese centro está constituido, precisamente, por los valores que tenemos en común, por los valores que compartimos. Ese centro es la república (!).
La verdad me gustaría no solo recordar el legado wilsonista sino además celebrarlo. Pero ¿cómo celebrarlo cuando nuestra educación está diezmada, cuando la indiferencia ética campea, cuando vivimos en un estado permanente de inseguridad ciudadana, cuando hemos descuidado y prácticamente abandonado la infraestructura nacional, cuando nuestro crecimiento y nuestro desarrollo están seriamente comprometidos y la trama social está resquebrajada?
Los hombres libres provienen del futuro, no del pasado. Nuestra deuda con Wilson es una deuda con el Porvenir. No hay forma de recordarlo sin asumir nuestra responsabilidad. O retomamos el camino del desarrollo o profundizamos nuestra decadencia. No sé si será posible lograrlo, lo que sí sé, es que es imprescindible que lo hagamos… Y por cierto, esa es nuestra única forma de homenajearlo.
Dr. Alejandro Lafluf