Homenaje a Wilson: Discurso completo de Jorge Larrañaga

La Asamblea General homenajeó al líder nacionalista, Wilson Ferreira Aldunate, al cumplirse 30 años de su desaparición física.
A continuación transcribimos el discurso completo del senador Jorge Larrañaga.

Estoy convencido de que no hay triunfos sin sacrificios, y de que hay sacrificios que ya son triunfos. Hoy estamos recordando a una figura como la de Wilson Ferreira, que ha marcado y marca la vida nacional. Estamos en esta casa, en la casa del pueblo, la que fuera su histórica trinchera y de la que él fuera su mejor espada, para homenajear a alguien que trascendió la frontera de los partidos.

Suele decirse que las grandes figuras son de todos, y es el caso de Wilson. Es de todos, sí, porque sus sacrificios fueron por todos y para todos; fueron por la vida de la república y por los ciudadanos. Y aquí permítasenos decir con orgullo que es uno más de los nuestros que es de todos, porque defendió valores y principios de todos.

Churchill decía: «El éxito no es el final, el fracaso no es lo fatal: es el coraje de continuar lo que cuenta»; y definía al coraje como lo que se necesita para levantarse y hablar y, también, como lo que se necesita para sentarse, escuchar y comprender a la gente. Wilson fue la expresión mayor de coraje cívico y republicano. Un hombre valiente, que desafió a los usurpadores y al poder, y cuando pudo elegir revancha y venganza, dio una lección, un paso más en función de su condición: procuró pacificar al país. No encuentro mayor expresión de vocación de estadista y, sobre todo, de generosidad para con sus compatriotas, que esa. Pensó en términos de comunidad espiritual; él mismo fue sacrificio y ofrenda para unir al país, donde –como siempre– hubo, hay y habrá empeñados en dividir. Creo que ayudó a cambiar la historia. No se puede explicar lo que somos como país sin reconocer el aporte de la obra de Wilson Ferreira.

Wilson fue un hombre de Estado, líder con vocación de gobierno y gran político. Fue un ciudadano con vocación de servicio y es por eso que fue todo lo anterior, porque todo el fruto de su labor pública y privada proviene de aquella semilla, de aquella esencia: la vocación de servicio –algo que ahora quizás no se entienda–; la solidaridad con el prójimo, con el compatriota; el sentido de fraternidad; la visión que, aunque parezca una antigualla, es la que nos identifica: la del concepto de patria.

No se puede ser un estadista si no se piensa en la necesidad de los uruguayos que vendrán; no se es un hombre de gobierno si no se comprenden las urgencias del hoy, lo que el ciudadano precisa ya; no se puede ser político si no hay solidaridad, probidad, espíritu de servicio. Quiero aquí reivindicar –quebrar una lanza por la vocación de Wilson que, asumo, es la de todos quienes abrazamos la actividad política– la vocación de servicio; hacer eso de la política es ser político. El político no es otra cosa que un ciudadano que quiere cambiar la vida de su sociedad, de su pueblo, de su gente. Es la vocación de servicio lo que determina quién es y quién no es. Al hombre político no lo hace ser tal el cobrar un sueldo como funcionario ni la rutina, no es estar en la planilla de un organismo lo que da identidad como político. Al hombre político lo hace el irrevocable sentido ético de solidaridad, de contribución al bien público, de trabajar por los demás, de pensar en el otro como parte de uno mismo con sentido de comunidad, de esa comunidad que nos da sentido. Por eso vengo a reivindicar –permítame señora presidenta que lo haga– la vocación política a la que Wilson Ferreira honró. En estos tiempos tan complejos, donde la política es desafiada por el descrédito y la desconfianza, donde muchos se dicen y menos son, donde hay banderas bastardas y bastardos con banderas, donde hay mercaderes que quieren comprar y otros que no tienen reparos en ser mercancía, donde quiere ganar lo vacío y hay un imperio de lo superficial; en estos tiempos que Bauman describía como de ceguera moral, donde lo absoluto es el relativismo, pienso con toda humildad y con todo sentido de la responsabilidad que hay que recuperar la política y a los políticos. La política genuina, la de verdad, no es nueva ni vieja; es buena y es la única. Todo lo demás, a mi juicio, es un infame disfraz de impostores con maquillajes, a quienes apenas corre una gota de agua se les va esa suerte de camuflaje que pretenden disimular.

Por tanto, hecha esta defensa de la nobleza de una actividad vilipendiada por la presencia de intrusos, que están afuera y adentro, que están en todos lados y que muchas veces buscan la descalificación ligera para desafiar el esfuerzo de los más, tenemos que recordar a Wilson Ferreira como ejemplo de esa buena política, no para dividir sino para sumar. Su condición de grandeza, su condición humana, lo alejaba de las especulaciones menores; por eso nunca midió costos políticos. Su convicción no se dejaba guiar por las conveniencias o los oportunismos, sino por lo que el país verdaderamente necesitaba. A lo largo de su vida política, sin importar el lugar que ocupara, como ministro, legislador o candidato, siempre mostró la misma actitud y la misma vocación por lo trascendente, y así nos dejó la enseñanza de que sin democracia la política se pervierte y se pierde la libertad, de que el poder debe ser puesto al servicio de la ley y no a la inversa, de que con los totalitarismos no se negocia, de que no hay futuro si no educamos a nuestra gente con igualdad e inclusión, de que no hay crecimiento sin inversión, de que no hay comercio sin integración, de que no hay paz ni seguridad sin justicia ni autoridad, y de que necesitamos una sociedad educada, madura y responsable porque una sociedad irresponsable es una que se infantiliza en el marco del egoísmo, que se mezcla en los intersticios de la violencia que subyace. Nos enseñó que necesitamos un Estado presente y eficiente porque, si no, se conduce inevitablemente al desamparo y se condena a frenar, a parar, a trancar el desarrollo humano, económico y social; que no hay desarrollo nacional sin desarrollo del interior. Y permítanme que me detenga en este punto que hace a uno de los mayores desafíos de este tiempo, porque Wilson concebía al país como un todo para proveer a las regiones del interior de similares oportunidades y servicios que a la capital, anulando el modelo unilateral, centralista y hemipléjico de país puerto, concentrador y burocrático que durante más de un siglo generó un desequilibrio y una asimetría que dañó la integración nacional, postergando y excluyendo a una parte sustancial de la población del país de los derechos y posibilidades.

A lo largo de toda su trayectoria y desarrollo ideológico también nos legó la convicción de que necesitamos garantizar la igualdad de oportunidades, porque de nada sirve que el mercado las genere si no pueden ser aprovechadas por todos; de que es imprescindible una economía genuinamente productiva al servicio de la gente porque, si no, se generan inequidades e injusticias que siempre castigan a los que menos tienen. Proyectó y nos mostró un país con un modelo de desarrollo, y ese modelo parte de una idea de filosofía política, de definición ética insustituible. Wilson sabía que en una elección no se disputa el poder por el poder mismo –eso es empequeñecer la vida política y no construir, en términos de sociedad, para el futuro–, que era necesaria una concepción del poder, un proyecto país. Por eso siempre advertía que no se trata de ganar sino de que valga la pena; que valga la pena ejercer el gobierno en nombre de la sumatoria de todos los uruguayos, ganar sumando, no dividiendo. La concepción wilsonista es que al país lo hacemos juntos, que los problemas de los uruguayos son demasiado grandes como para poder ser resueltos por un solo sector de la vida política, social, profesional, gremial; que tiene que ser el esfuerzo de todos los compatriotas, de todos los partidos, de todas las condiciones, de los distintos géneros, razas, credos o religiones, el que nos lleve al país posible, al país justo, al país que merezca a la política y que no la menudee en la descalificación pequeña y pueril.

Las respuestas a los problemas de ese país, de nuestro país, no pueden estar en la fragmentación y en la división, porque ¿qué país, qué sociedad del mundo puede progresar, avanzar, estimulando la división y el enfrentamiento? Me parece que el país que tenemos tiene tantas asechanzas que Wilson se yergue para decirnos cuál es el camino. Y el camino es la unidad nacional, base necesaria para el progreso, donde se pueda construir buscando los valores compartidos, ese espacio común de principios e ideas de los que todos abrevamos como fuente. Y como siempre se ponen nombres y etiquetas, él prefirió ser el centro político, ¡y vaya si conocía la importancia de ese centro cuando decía: «Nosotros no estamos a la izquierda ni a la derecha de nada; somos los blancos»! Ese centro es nada menos que lo que quizás mujeres y hombres de todos los partidos procuramos impulsar y concretar: el concepto de república y de libertad. Sobre esos valores compartidos, Wilson sembró y cosechó los honores que hoy le dan, que siempre mereció y que, en muchos casos, le fueron negados porque, mereciendo más que nadie ser el presidente de todos los uruguayos, la muerte le arrebató la vida y nos privó de su contribución desde el ejercicio de la Presidencia de la república.

Hoy sigue sembrando sueños de un país mejor, más justo. No estamos aquí para mezquindades ni para sacar réditos políticos; no estamos aquí para participar de un torneo wilsonista; no estamos aquí para apropiarnos o aprovecharnos de su imagen, de su ideario –¡no!–, como algunos mezquinos y pigmeos puedan atribuir a integrantes de esta colectividad política. ¡No! Sabemos quiénes somos y cuán lejos estamos de su extraordinaria figura y lo único que pretendemos, humildemente, es que se hagan este tipo de recordaciones –que se multiplicarán por cientos– como forma de mantenerlo vivo en la conciencia colectiva de una sociedad y de rescatarlo como columna vertebral de un país, como el conjunto de mujeres y de hombres que nos han dado –y nos dan– virtualidad –¡por suerte!– en la vigencia de la democracia, en la fortaleza de sus instituciones, en la justicia que podamos impulsar, porque continúa siendo faro moral e ideológico y porque sigue estando –y seguirá estando siempre– en nosotros y nosotros con él.

Señora presidenta: comencé diciendo que no hay triunfos sin sacrificios –no hay nada en la vida que valga la pena que no cueste mucho sacrificio–, que hay sacrificios que son triunfos y que la vida de los políticos es sacrificio, es renunciamiento, es sufrir la lisonja efímera del éxito, pero también superar los desengaños de las defecciones, que nos fortalecen el alma y el corazón más allá de las cicatrices y del pasar en el medio de las envidias y de las cuestiones pequeñas.

Wilson superó esos sentimientos negativos para ser un transformador de destinos, un aportante a la contribución democrática. ¡Vaya si tuvo sacrificio! ¡Vaya si lo fue saber de la muerte del Toba y de Zelmar! Seguramente alguna lágrima derramó cuando le escribió la carta al dictador Videla. ¡Vaya si sufrió cuando no vio crecer a sus nietos por el exilio, cuando se comunicaba por casete o cuando nos decía que los dirigentes se equivocan, que la gente es mucho más que todos los dirigentes políticos juntos! ¡Y tenía razón! ¡Tenía razón! ¡Por supuesto que la gente es mucho más que todos nosotros juntos! Él lo sabía, lo sabía.

Cuando vemos la vida de Wilson Ferreira, sus sacrificios en nombre de causas superiores –las antepuso a su propia vida– y su generosidad siempre, entendemos que sus sacrificios han sido –y serán– triunfos eternos.
Por eso, como decía una muchacha hace unos días en un afiche en el que dibujó «Wilson es infinito», a sus sacrificios pretendemos honrarlos con toda humildad, pero –eso sí– con una convicción y una fortaleza indelegables, absolutamente indelegables, que es lo que procuramos hacer con todas las fuerzas.

En el peor momento de mi carrera política –que fue cuando, con 32 años, gané y me tocó asumir como intendente municipal de Paysandú–, aprendí de Washington Beltrán una lección que marcó y marca mi vida –y que pretendo también marque la vida de mis hijos–: la victoria no genera derechos, engendra responsabilidades. Las victorias nunca generan derechos a quienes las tienen porque las victorias se sufren como se sufren el poder y su ejercicio. Ejercer el poder es una agonía: la de decidir, en nombre de los representados y, en el caso de un presidente, en el nombre de quienes lo votaron y de quienes no lo votaron, de todos los uruguayos. El poder supone ejercerlo con sacrificio y respeto; el poder implica renunciamiento y lucha. Por eso, a 30 años de su ausencia, estamos aquí, mujeres y hombres de todos los partidos, porque Wilson Ferreira es uno de los más fuertes cimientos de la república y de la libertad.

Muchas gracias.

(Aplausos en la sala y en la barra).

Fuente: Parlamento

Facebook
Twitter
WhatsApp