La inseguridad afecta cada día más la vida de los uruguayos. Estamos condicionados y limitados en lo que hacemos, porque somos conscientes de que, en cualquier momento y lugar, nos pueden robar, agredir o matar. Además, hay zonas de Montevideo y también de algunas ciudades del interior donde la acción protectora del Estado no llega y donde los delincuentes imponen sus reglas y normas de convivencia.
Ya en marzo de 2016 y más recientemente en febrero de este año, el senador Jorge Larrañaga propuso diversas medidas legislativas para atender esta situación excepcional y dramática. Cuando presentó sus últimas propuestas, desde En Perspectiva sostuve que acompañaba en general sus iniciativas y que creía, además, que era elogiable su disposición a encarar un tema tan delicado y trascendente, por lo que esperaba —y deseaba— que el sistema político aceptara el reto y al menos debatiera, con seriedad y responsabilidad, un conjunto de medidas que eran, sin duda y más allá de eventuales discrepancias puntuales, un valioso puntapié inicial que nadie debía ignorar.
Hasta donde yo tengo conocimiento, las propuestas del senador nacionalista, así como otras muy valiosas presentadas por el senador Pedro Bordaberry y —también— los acuerdos alcanzados en aquellas reuniones convocadas hace ya más de dos años por el presidente Vázquez para analizar los mismos temas, duermen el sueño de los justos. Salvo por un proyecto de ley derivado de las reuniones citadas por Vázquez, que hace pocos días fue aprobado en el Senado, poco o nada ha pasado en relación con las propuestas que sus impulsores consideraron que respondían a una situación crítica y urgente, poniendo de manifiesto, claramente, que el sistema político —o parte de este al menos—, sigue sin asumir la gravedad de la situación y su indelegable responsabilidad en la búsqueda de soluciones. Mientras más de una persona por día es asesinada y los hurtos y rapiñas llegan a registros históricos, se tardan meses y hasta años para que nuestro Parlamento supere ciertas trabas e indiferencias y encare, al menos, la consideración de las medidas presentadas, ya sea para rechazarlas, modificarlas o aprobarlas en todo o en parte.
Frente a este estado de cosas, Larrañaga impulsa ahora una recolección de firmas para someter a decisión popular en la elección más inmediata, una reforma de la Constitución que incorpore sus propuestas y habilite su aplicación inmediata. En lo estrictamente formal, solo una de sus propuestas —los allanamientos nocturnos con orden de juez competente— requiere una reforma de la Constitución, ya que el resto de las iniciativas pueden ser consagradas por ley. Resulta claro entonces —a mi juicio— que su intención no es obviar un obstáculo formal que solo existe excepcionalmente, sino recurrir al ciudadano de a pie, frente al quietismo de algunos parlamentarios, para que el tema se instale en la opinión pública, se encare con seriedad y profundidad y se logre, finalmente, remover el obstáculo no formal pero sí práctico que hoy impide su consideración, haciendo que los ciudadanos impongan su voluntad y sus derechos soberanos ante la indiferencia de parte de sus representantes, obteniendo también, en caso de aprobarse la reforma, su aplicación inmediata a partir del 30 de octubre de 2019.
Debo confesar que así como me sentí identificado en su momento en forma inmediata con sus propuestas, ahora me costó bastante más aceptar esta iniciativa de reforma constitucional. Siempre he sostenido que no hay que tocar demasiado la Constitución ni llenarla de cosas que son competencia natural de la ley o el reglamento. Pero con el tiempo, asumiendo la excepcionalidad y urgencia de la situación que vivimos, así como la sensación de angustia y frustración que existe en la sociedad por la falta de medidas concretas, tomé consciencia de que era necesario dar el paso y plegarse a una iniciativa que, sin afectar intereses o derechos esenciales, busca utilizar los mecanismos disponibles. Quizás no sea esta la forma ideal o teóricamente perfecta, pero como muchas veces ocurre en la vida, lo ideal es enemigo de lo posible, por lo que no podemos quedarnos de brazos cruzados, mientras nos matan a todos, esperando que el chancho chifle.
Las críticas que tuvo la iniciativa no modificaron mi decisión. Algunos fueron muy enfáticos —como yo mismo lo adelanté— en señalar que no es necesaria una reforma constitucional para lograr casi todos los cambios propuestos, pero como también ya lo destaqué antes, queda claro que esa es una verdad teórica que, a su vez, desconoce obstáculos prácticos insalvables. Algunos otros señalan que a ese camino le falta inmediatez, porque las iniciativas solo tendrían vigencia a partir del 30 de octubre de 2019; no cabe duda de que así lo es, pero quienes presentan este argumento deberían aclarar cuál es la alternativa, a esta altura posible y viable, que permite o asegura una vigencia más cercana, cuando hay iniciativas sobre seguridad en el Parlamento que no han sido consideradas en más de dos años.
Muchos otros han sido críticos en relación con la propuesta de sumar a los militares en la lucha contra el crimen. Algunos —incluso militares— sostienen que no están formados a esos efectos y otros recuerdan nostálgicamente, además, que cuando fueron convocados en el año 1972 terminaron después dando un golpe de Estado. Lo de la formación parece bastante relativo si se advierte que los policías realizan solo un curso de formación básica de seis meses antes de comenzar su tarea, por lo que, más allá de que parece algo exagerada la invocación a diferencias tan profundas, no resulta imposible atenuar ese eventual impedimento brindando a los militares un curso similar. En lo que respecta a sus posibles inclinaciones poco democráticas, en lo personal, más allá de las diferencias notorias que hay entre aquella situación y esta de hoy, considero inadmisible que casi 45 años después, a militares que eran niños o no habían nacido cuando se dio el golpe de 1973 y en un país que ha tenido la generosidad de perdonar a los tupamaros y permitirles incluso que se incorporen a la vida nacional sin limitaciones, se les siga persiguiendo y adjudicando todo tipo de posibles desvíos. Si tanto se habla de dar vuelta la página y mirar para adelante, deberíamos terminar con una condena institucional que no corresponde y de la cual poco nos acordamos cuando los convocamos para atender emergencias y tragedias.
Otros asumen que el nuevo rol que se propone para algunos militares no es —en realidad— necesario, ya que alcanza, simplemente, con fortalecer a la Policía, mejorar su gestión y ofrecerle un marco jurídico adecuado para desarrollar su accionar. En lo personal, compartiendo plenamente esos objetivos, creo igualmente que no se trata de alternativas excluyentes sino complementarias y que no es lógico prescindir del aporte que puedan brindar los militares, sumando efectivos, pero además ofreciendo su preparación especial para enfrentar formas de delincuencia más agresivas y sofisticadas que generan que hoy, en muchos lugares, la policía ni pueda ingresar a cumplir con sus cometidos.
Las normas sobre cumplimiento efectivo de las penas y reclusión permanente para delitos gravísimos parecen responder adecuadamente al reclamo de dejar de lado “las penas de papel”, terminando con la injusticia, además poco aleccionante, de que los autores de los crímenes más atroces y censurables se beneficien con mecanismos que les permiten salir en libertad cumpliendo una parte bastante menor de su condena. Por su parte, la previsión tendiente a habilitar allanamientos nocturnos con orden del juez competente, es consistente, sin desconocer el control jurisprudencial ineludible, con el auge actual de muchos delitos, vinculados a la droga, que deben ser perseguidos también durante el horario nocturno.
El camino es largo, pero no tengo dudas de que, más allá del resultado final, el tema se instalará en la agenda nacional, generando en cualquier hipótesis un fructífero debate tan necesario como impostergable.
Carlos Ramela para Semanario Búsqueda
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